La (esperadísima) séptima entrega de Arctic Monkeys pone en bandeja, de entrada, un par de conclusiones urgentes. La primera, que nos encontramos ante una formación que sigue jugando en otra liga, por el alcance e impacto que vuelve a tener esta nueva obra, por la expectación generada y la relevancia de sus resultados. Y la segunda, que los Monos han pasado definitivamente de ser un grupo liderado por Alex Turner a la mera banda de acompañamiento del propio Turner, dueño y señor de todo cuanto acontece en The car, responsable máximo en torno al que ya no quedan otros referentes, sino meros ejecutantes. No tiene nada de malo, pero conviene aclarárselo a quien crea que va a encontrar todavía en estos 37 minutos un ápice del espíritu que en 2006 alentó I bet you good look on the dancefloor, aquel trallazo expeditivo, posadolescente y bautismal. Sencillamente, nada que ver: han transcurrido 16 años, pero parece un siglo.

 

A los de Sheffield les sigue saliendo casi todo bien, cierto, pero su cambio de parámetros tiene mucho de giro copernicano. Nunca un disco de los Monkeys fue mera prolongación de su antecesor, salvo quizá en el caso de Favourite worst nightmare (2007) respecto al estreno de Whatever people say I am, that’s what I not, su mercurial estreno de 2006. Pero ahora todo acontece a otras velocidades y bajo unas coordenadas radicalmente diferentes. Después del refrendo en popularidad de AM (2013), disco a la vez inmenso y exitosísimo, Turner ha ralentizado la producción y decretado el salto definitivo a la edad adulta con solo dos entregas en estos últimos nueve años. The car es la versión corregida, aumentada y terrenal del hermoso, etéreo y algo disperso Tranquility base hotel + casino (2018), la obra que lo modificó todo, la transmutación quien sabe si ya irreversible de ídolo juvenil de masas a crooner de chaqué y punta en blanco. Alex canta rematada, escandalosamente bien. Otra cosa es que algunos de sus coetáneos mileniales hubieran llegado a imaginarle, a sus aún exiguos 36 años, en semejante tesitura.

 

The car es una obra preciosa, rutilante y adulta, la exhibición de escritura de un hombre que orilla las guitarras (Jamie Cook, antaño piedra angular, queda relegado a actor muy secundario, aunque al menos participa en la composición de la inquietante y extraordinaria Sculptures of anything goes) y se entrega a los brazos del pop barroco y de cámara, con unos despampanantes arreglos de cuerda de los que él mismo es partícipe. Todo resulta noctámbulo, inquietante, decadente y espectral; todo es bello pero también doloroso, como si latiera siempre un aliento de nostalgia y frustración en una fiesta en la que deberían correr como la pólvora las botellas de champán. El ritmo de vals del tema titular lo refleja muy a las claras, aunque su aire taciturno es compartido por la inmensa mayoría del repertorio. Y he ahí el principal punto débil de The car, acaso el único: la linealidad de su escritura lo convierte en una monografía a la que no le vendrían nada mal algunos que otros argumentos colaterales.

 

Turner se ha vuelto inmensamente cinematográfico y muy poco británico, puesto que los grandes referentes en estas partituras oscilan entre Burt Bacharach y Lee Hazlewood, con Ennio Morricone y hasta Angelo Badalamenti asomando por el retrovisor. Por decirlo en términos cinéfilos, Arctic Monkeys ahora mismo estarían cualificados para arropar una nueva entrega de James Bond, preferiblemente en la onda de Casino Royale, pero no una secuela de Trainspotting. Y no podemos sino emocionarnos con las orquestaciones suntuosas de Hello you y Big ideas, y más aún con esa introducción kilométrica, paradiña incluida, de There’d better be a mirrorball, auténtica cúspide creadora de su firmante.

 

Hay que habituarse a este universo devastado, de corbatas y pajaritas medio descolocadas a esas altas horas en las que las grandes promesas entroncan con los primeros indicios de jaqueca. Turner incluso se permite algún guiño a George Martin y los Beatles en los arreglos de Body paint, o amaga con el bolero para Mr Schwartz. Alex ya no es el más divertido de la fiesta, seguramente, pero sí el más listo.

 

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