Hace tiempo en que a Ben Watt ya no le preguntan, o le preguntan poco, sobre un eventual regreso de Everything But The Girl, constatación de que sus seguidores hemos ido aceptando que los ciclos vitales también tienen su fin (y no queda otra). Y bueno es que así sea: el proyecto con su pareja de siempre nos dejó un ramillete de álbumes maravillosos, sobre todo en el tramo de los años ochenta (Eden,Love not money, Idlewild…), pero la ventaja es que ahora esperamos y disfrutamos con razonable periodicidad de los trabajos individuales tanto de Tracey Thorn como de Ben Watt, dueño de una voz sensible y tristona que en los tiempos de EBTG, eclipsado por su divina acompañante, apenas habíamos tenido tiempo de disfrutar en contadísimas ocasiones (The night I heard Caruso sing). La tristeza es, precisamente, la característica que con mayor intensidad define ahora este Storm damage, culminación de una trilogía acaso involuntaria, pero hermosísima, junto a Hendra (2014) y Fever dream (2016). Este tercer vértice del triángulo, digámoslo de antemano, es el más ensimismado y árido de los tres, aquel en que la congoja y los temores consustanciales a la condición humana se hacen más presentes. La apuesta por el folk-pop acústico de sus antecesores, en los que se deslizaban canciones sencillamente adictivas (Nathaniel, The levels, Fever dream), queda aquí matizada, y a ratos desvanecida, en favor de una pátina de languidez, nostalgia, acaso tormento. Lo simboliza bien el mismo arranque del álbum, Balanced on a wire, que asoma de manera abrupta, sin introducción instrumental alguna, un piano en bucle y con la voz de Watt ya en un tono de evidente introspección noctámbula. En lo musical, el cambio de registro se simboliza con la virtual desaparición de las guitarras, orilladas para dejar paso a un escueto trío casi jazzístico de piano, contrabajo y batería, junto a las pinceladas mínimas de algún crepitar electrónico y demás efectos sonoros testimoniales. Ben ha admitido que la muerte de su hermanastro marcó de forma decisiva la escritura de estas diez canciones, junto a los desasosiegos propios de estos tiempos miopes y agitados, no tanto por su velocidad como por el repunte de las intolerancias. Pero el contraste entre el trasfondo apesadumbrado y el desarrollo contrito de las composiciones constituye el gran hallazgo de Storm damage, que puede disfrutarse así como una crónica de la angustia o como un bálsamo frente a la adversidad. Y, por supuesto, la escritura de Watt sigue encerrando auténticos tesoros: You’ve changed I’ve changed, Retreat to find (donde sí se cuela una guitarra acústica) y, sobre todo, la bellísima Irene, de una delicadeza frágil e intensa pese a su mínimo recorrido melódico. Técnicas de gran maestro, sin duda.