Glen Hansard figura seguramente entre los creadores más admirables de lo que llevamos de siglo, pero desde que firma en solitario quizá le falte todavía un título incontestable, un disco que sirva como faro y referente. Quizá él sea el primero en asumir esa sospecha, a tenor de la prontitud con que ha entregado This wild willing: apenas un año después de un antecesor, Between two shores, bello pero quizá demasiado afable, lo que le acababa privando de poso, de relevancia.
El dublinés opta aquí por un volantazo brusco, puede que hasta virulento, hasta el extremo de que termina alumbrando un trabajo complejo, atípico, generador de un vértigo que alimenta tanto la emoción como el desconcierto. Así lo sintió la parroquia nada más conocer I’ll be you, be me, avanzadilla profundamente incómoda, marcada por la caja de ritmos, un bajo pedal y una voz reducida a poco más que un murmullo. Pero es que las célebres eclosiones vocales de Glen están ausentes en todo el trabajo, así que quien busque algún crescendo como el de Bird of sorrow–quizás su título en solitario más estremecedor– puede ir olvidándose de antemano.
A cambio, su enclaustramiento creativo durante cuatro semanas en París arroja algunos hallazgos inesperados, sorprendentes y apasionantes, como la alianza con escalas e instrumentos orientales en tres temas consecutivos, Fool’s game, el sensacional Race to the bottom y The closing door. La clave radica aquí en la permeabilidad del seguidor de Hansard para enfrentarse a un Hansard radicalmente reinventado, a veces difícil de reconocer. Nada pretende ser pegadizo, sino introspectivo; sollozado, incluso. Los violines de Mary parecen un préstamo tácito de Cello song, de Nick Drake, Leave a light semeja una lindísima canción tradicional irlandesa con algunas centurias a las espaldas y algunas baladas (Threading water, Brother’s keeper) son tan sutiles que pueden terminar convirtiéndose en monocordes.
Nos queda aferrarnos a Don’t settle y, sobre todo, Good life of song, una exquisitez de emoción en aumento –pese a los susurros– a lo largo de casi ocho minutos. Hansard, en definitiva, ha realizado un movimiento que, de tan audaz, bordea la temeridad. Ofrece 65 minutos de nueva música que, además, requiere muchas escuchas. Las merece, por minuciosidad y excelencia. Pero dejará en fuera de juego a la inmensa mayoría de la parroquia.