Iggy Pop sigue siendo ese hombre huesudo y escuchimizado que exhibe pellejo abdominal a la más mínima ocasión, pero algunos factores vitales y artísticos han ido inevitablemente evolucionando. El recuento de años, cicatrices y escaramuzas revela que el bueno de James Newel Osterberg anda ya por las 72 primaveras, de modo que los rigores del otoño se filtran, qué remedio, en un trabajo en efecto liberador, pero henchido también de esa serenidad, reposo y trémolo que solo concede la edad adulta. Free resulta ser así un disco mucho más cercano al último Johnny Cash, el de las escalofriantes y crepusculares entregas en blanco y negro de las American recordings, que aquel muchacho lenguaraz y descarado que asumió el padrinazgo del punk, cuando aún nadie sobeteaba el término, en sus mocedades al frente de The Stooges. El recuerdo del Bowie berlinés (Loves missing), tantas veces cómplice e inseparable, también se filtra en un cancionero que solo pretende ser instantáneo en el caso de James Bond, pero que aporta muy evidentes joyas (Dirty Sanchez, The dawn), e incluso un par de graves y estremecedores recitados, a una corona casi imposible de discutir a estas alturas. Venía nuestra Iguana de aquella sociedad de altos vuelos junto a Josh Homme, un tándem que por 2016 arrojó un buen disco (Post pop depression), una gira al parecer excitante y todas las sospechas de una monumental colisión de egos. Ahora no surgirá ese problema, porque los dos colaboradores más estrechos de este Free son muy poco conocidos: el trompetista texano de jazz Leron Thomas y la guitarrista de vanguardia Sarah Lipstate, alias Noveller, muy aficionada al arco frente a la púa o la yema para frotar las cuerdas. El trabajo de ambos acaba resultando decisivo y excepcional para redimensionar a un Osterberg que, sin dejar de ser el de siempre, suena como no lo había hecho nunca.