Habrá pocos discos, muy pocos, que merezcan tantas y tan detalladas escuchas como deberían dedicársele a Late for the sky, seguramente entre los diez primeros en nuestras predilecciones de todos los tiempos. Habrá bien pocos álbumes, puestos ya a cuantificar, que empiecen con una canción tan triste como la que da título a este, una plegaria de desamor, un salmo desolado pero bellísimo, en el que cada palabra y fraseo cobran altura y significado trascendentales. Son casi seis minutos en los que no sobra ni media corchea, una invitación al escalofrío en cada frase, moldeada por Jackson Browne con vocación de escultura. Porque todos los versos son únicos, ninguno suena como otro, ni siquiera queda muy claro qué es estrofa o estribillo. Mejor detener la lectura un momento y rememorarlo: es un episodio monumental, tanto como la guitarra estratosférica de David Lindley.

Cualquiera de los cinco primeros trabajos de Browne, en realidad, merecen hueco en el corazón de una persona sensible, pero este, el tercero, es quintaesencia. Oro. Sombra radiante. Por ese tema titular, desde luego, que es un enrevesado río estructural y en el que algunos han creído leer un relato del noviazgo frustrado entre Jackson y Joni Mitchell (¿cómo habría sido un elepé escrito a medias por semejantes dos criaturas?). Y por las otras siete piezas restantes, porque sería un pecado perderse uno solo de los capítulos de esta manifiesta obra maestra.

En su día fue un disco bendecido por ventas importantes, dato llamativo para una entrega más bien sombría de temática, repleta de tiempos medios y cortes que acarician los seis minutos de duración. Pero era lo que tocaba, y más en un momento mustio de la historia estadounidense, con la dimisión de Nixon aún caliente encima de la mesa. El único esfuerzo por acertar con una canción urgente y pegadiza, Walking slow, queda relegado curiosamente a la anécdota. El resto, Fountain of sorrow, Before the deluge y cualquier otra, parecen casi oraciones. No es tarde para el cielo, qué va. Oremos.