Este disco no solo es una pequeña maravilla, sino que supone una noticia adorable y anhelada. Vuelve Javier Álvarez, por fin, y lo hace con un trabajo singular, personalísimo, delicioso: tan especial, diferente e inconfundible, tan necesario como su propio firmante. Porque Javier es sobre todo eso: una necesidad. Nuestro verso libérrimo, nuestra mirada más sagaz, la voz que abraza a un tiempo la candidez, la sorna, la provocación, la ternura, el derecho a la rareza. Llevábamos nueve años sin disco suyo, con aquel inclasificable mano a mano con Pablo Guerrero (“Guerrero Álvarez”) como antecedente remoto, y “10” retoma el discurso donde lo dejaban álbumes como “Tiempodespacio”. De hecho “El mar”, con esa capacidad para crear belleza de una estructura sencillísima y la mezcla de inspiraciones en apariencia inconexas (Lorca, Jorge Manrique, José Alfredo Jiménez), remite en espíritu a “Lover, lover”. “10” es un trabajo breve (¡menos de media hora!) que deja con la miel en los labios, porque entra solo y genera una adicción inmediata. No hay grandes burlas ni gamberradas; solo pop y una sinceridad casi suicida. La de “En la cuarta”, sin ir más lejos, crónica de su internamiento para desengancharse de la cocaína (“En la cuarta voy a hacer lo imposible para rescatar lo que me dejé de soñar”). O “Tuno”, dentellada fiera del anhelo acaso imposible (“En secreto por amor este soldado del error ahora se alista”). Produce el gran The New Raemon, de impronta delicada: encauza al artista indomable, está presente sin que se le note, deja hacer mediante el abrazo de la complicidad. Otro ilustre, Ricky Falkner, arropa con su bajo, y Javier solo tiene que hacer lo que tanto echábamos de menos: cantarnos, contarnos. La bellísima “Dicen”, la amorosa “Sonata de otoño”. Es único. Es raro. Es grande.