Desde crío le tengo cariño a Michael Franks. Por motivos musicales, desde luego, pero también afectivos. Fue siempre uno de los tres o cuatro artistas predilectos de mi hermano, que no paró hasta hacerse con un ejemplar de “The art of tea” (en casete, claro). Alguno más le regalaría yo con el paso de los años, aprovechando mis fastuosos ingresos semanales de 1.000 pesetas: “Skin dive” y “The camera never lies”, juraría. Pero esa era una derivación en forma de batallita. Lo relevante es la figura de Franks, que con el tiempo he ido disfrutando aún más que de chavalín; será un placer más adecuado para paladares razonablemente añejos, yo qué sé. Hace mucho que no publica y sus álbumes míticos quedan ya lejos, pero los encuentro elegantes, exquisitos, cálidos, tersos, impolutos. Como se le tiende a considerar ñoño, atildado y fuera de nuestro tiempo, reivindicarle parece casi una excentricidad, pero me alegro mucho de no estar solo en el frente. Este álbum de tributo (que se publica hoy mismo y la próxima semana llegará al Café Central) es un acto de amor y una sorpresa manifiesta. Porque nadie esperaba una apuesta por Franks a estas alturas y porque el instigador es mucho más joven que él y, en apariencia, no tan cercano a sus coordenadas estilísticas. Brindo por el bueno de Leo Sidran, hijo del venerable Ben Sidran y un tipo brillante y muy valiente. El propio Michael Franks irrumpe para recrear a dúo “The cool school”, una canción poco recordada, pero los momentos estelares llegan con “Popsicle toes”, “Sometimes I just forget to smile” o “The lady wants to know”, piezas tan delicadas como una fragancia de perfumería fina. Michael desarrolló un lenguaje inusual de pop jazzístico y algo brasileño, aderezado con esa voz suave que se reconoce entre mil. Qué bueno que Leo se haya acordado de él con tanto estilazo como el homenajeado, incluso componiendo una pieza propia, “Easy”, a la manera de Franks y con ¡Jorge Drexler! como voz invitada.