Hubo un tiempo en que Muse molaban. No os hagáis los desmemoriados, porque sí. Es fácil recordar la llegada de Absolution (2003) como una eclosión: no todo el mundo estaba al corriente de sus dos álbumes anteriores, pero aquella entrega aunaba euforia y sufrimiento, decibelios y sutileza, furia reconcentrada, un regreso al mejor rock sinfónico. Había pathos y mucha grandiosidad: algunos lo tomarían por una fórmula irritante, pero… ¿alguien ha oído hablar de Queen?

 

Absolution figuró en todas las listas con lo mejor del año y Black holes & revelations (2006) ya fue el acabóse, una avalancha de epopeyas enfáticas para llenar pabellones, estadios o mesetas. Porque a Muse nunca se les puso nada por delante, y de ahí que se acabaran volviendo antipáticos: demasiado solemnes, ambiciosos, desmesurados, épicos, esdrújulos. Pasaron de la intensidad a la pedantería, del énfasis a la capacidad de irritar con discos (The 2nd law, Drones) que al exceso le añadían ínfulas, las pretensiones de diagnosticarnos como una sociedad enferma y excesiva.

 

Simulation theory, en contraste, tiene algo de diversión. Es como si Matt Bellamy relajara el rictus y cayera en la cuenta de que tampoco es un tipo taaan importante. Los oyentes, en particular los de la ojeriza, también deberían relajarse (aunque los detractores suelen ser recalcitrantes). Simulation… tiene una portada que homenajea a Blade runner, una tipografía a lo Risky business y un arranque, Algorithm, que parece banda sonora para un videojuego de la era Spectrum. El álbum tira más de sintetizadores viejunos que de guitarras para el apocalipsis. E incluye himnos para reventar taquillas (Pressure), pero también guiños a Prince (Propaganda) y hasta pop a lo ¡George Michael! (Something human). Los irritados seguirán irritándose y los convictos no dejarán de profesar la fe, pero Simulation theory es mejor de lo que sospechábamos los observadores y desearían los ofendidos.

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