En cierta ocasión le leímos a Nick Mason, el batería de Pink Floyd, mencionar que su disco favorito de la banda era este. La elección resulta de entrada tan extravagante que bien merece la pena regresar a él, en busca de aquello que nos pudiera pasar inadvertido en las escasas escuchas que le concediésemos mucho tiempo atrás. Comunicado urgente: revisar A saucerful of secrets permite comprender mejor a Nick y convencerse de que este álbum, sepultado frente al fulgor de los grandes títulos (The dark side of the moon, Wish you were here, incluso The wall) y condenado eternamente bajo la muletilla del “disco de transición”, era muchísimo mejor de lo que siempre hemos creído.
Nos enfrentamos ante el segundo trabajo de la banda, el sucesor de The piper at the gates of dawn, y tendemos a contemplarlo como la inflexión entre la era de Syd Barrett y la de Gilmour/Waters/Wright/Mason. Pero, en realidad, la presencia del pobre Crazy Diamond ya era aquí testimonial y casi se reduce a ese Jugband blues final, grabado en Abbey Road varios meses antes que el resto del LP junto a una pequeña banda de metales a la que Barrett ordenó: “Haced lo que queráis”.
Era, en el caso de Syd, una pieza de despedida escueta, emotiva y tristísima (“Me siento obligado a dejarte claro que ya no estoy aquí”), pero a cambio asistíamos al alumbramiento de quizás la banda más impactante, o apabullante, que ha conocido el rock. Los 12 minutos de probaturas del tema central son áridos pero muy excitantes; experimentación incondicional y adictiva. El genio de Waters estalla con la psicodelia a lo Verano del Amor de Set the controls for the heart of the sun y dos emocionantes digresiones rockeras, Let there be more light y Corporal Clegg. Y Wright asoma la cabecita con See-saw, una canción tan bella, rara, cándida e inclasificable que solo podemos dedicarle una reverencia colosal. Recupérese todo con urgencia.