El mundo, ese lugar agridulce, hermoso, propicio para el desasosiego. Richard Dawson hizo acopio hace un par de años con Peasant de docenas de parabienes merecidos, y ahora este 2020 debería servirle para revalidar con creces su condición de cronista raro, incómodo, brillante, inteligente y, por utilizar un adjetivo en auge imparable entre la modernidad, distópico. Los 28 segundos inaugurales del álbum, esos dos acordes disonantes y machacones con los que empieza Civil servant, simbolizan el espíritu de este álbum: la que podría haber sido una canción firmemente enraizada en la tradición del folk británico se convierte en una epopeya grotesca, desaforada, de guitarras en estado de pánico y un enloquecido estribillo en falsete. No, 2020 no circula por carreteras muy transitadas. El bardo de Newcastle sustituye los paisajes medievales de Peasant por un futuro algo más que inmediato, con la sombra del Brexit y, sobre todo, de la explotación laboral como argumentos incuestionables para el regusto amargo. Las letras son delirantes a ratos, brillantes casi siempre y de argumentos pintoresquísimos, como ese retrato (Two halves) de padre e hijo que picotean en un restaurante cutre de comida china después de que el chaval haya vivido un calamitoso partido escolar de fútbol. Pero lo mejor es la audacia musical, los vericuetos melódicos de la alucinante Dead dog in an alleyway, la melancolía psicodélica de Heart emoji, los excesos intencionados (y tan discutibles como estimulantes) de los diez minutos de Fulfilment centre, el éxito improbable de un single tan friqui y fantástico como Jogging, donde el trote del protagonista acontece al galope de unas guitarras que parecen un trasunto de… The final countdown. Richard Dawson es un cantor estrafalario, rara avis como encontraremos pocos ejemplos en Spotify. Pero cada nueva escucha de 2020 nos acerca dimensiones adicionales, como si cada canción se desplegara y ampliase en nuestra memoria auditiva. Y ese proceso de exigencia inteligente acaba haciéndose, avisamos, adictivo.