Caramba, esto se pone cada vez más interesante. Tündra llevaba ya su buena década ofreciendo argumentos de enjundia desde La Rioja en los territorios de la música tradicional, pero la más reciente incorporación de Rafa Martín (antes en La Musgaña o La Bruja Gata, además de autor de un par de espléndidas entregas en solitario) ha incrementado la hondura y ambición de estos folcloristas. Y ningún ejemplo más evidente de esa nueva dimensión que este Voces del desarraigo, que no se conforma con recopilar un puñado de piezas más o menos relevantes sino que se propone, como advierte el subtítulo, servir como primera gran banda sonora orientativa en torno a las “músicas de la España vaciada”. Esa cada vez más relevante porción del territorio ibérico en la que el grueso de la población se ha evaporado y el índice de ocupación a duras penas acaricia los 10 habitantes por kilómetro cuadrado. En los mismos parámetros que Laponia, para que caigamos en la cuenta sobre la dimensión actual del problema.
Aclaración urgente, antes de que cunda la confusión. Estos Tündra nada tienen que ver con los madrileños Toundra, el cuarteto de rock instrumental que ha hecho fortuna en los territorios del hardcore y los sonidos afilados, aunque el extremo parecido de las denominaciones constituye un incómodo embrollo. Los riojanos que ahora nos ocupan con su tercer disco son estudiosos con pedigrí del folclor peninsular, y aquí trascienden con mucho su circunscripción regional para adentrarse también en territorios conquenses, burgaleses o alcarreños. La botarga, una cantinela de Guadalajara muy puesta al día por el quinteto, supone probablemente el momento culminante de esta colección. La coplilla original en torno a esta figura grotesca del carnaval castellano –un turbio y siniestro personaje que remite a los peliqueiros o cigarróns de la tradición ourensana– ya es de por sí cómica y jocosa. Su plasmación final incluye todo tipo de filigranas sonoras, siempre muy inspiradas y modernísimas.
Lo mejor de Tündra, de hecho, es su apuesta por una filiación sonora alejada de los estándares y desconcertante en la mejor formulación del término. Las zanfonas y el hurdy gurdy escandinavo de Martín interactúan con el arsenal terruñero de Ignacio Benito, muy ducho en las ancestrales flautas de tres agujeros pero también en gaitas o albokas, los centenarios cuernos vascos. Pero a todo ello hemos de sumar a Francisco González, que alterna las mandolas con ¡guitarras eléctricas! Y no son pocos los pasajes de tormenta electrificada, casi de turbulencia ruidista.
Nadie dijo que un disco de folk hubiera de ser plácido. Este, desde luego, no lo es. La banda ha indagado en la tradición peninsular y se decanta por mayoría aplastante por los compases irregulares o de amalgama, tan encantadores y misteriosos como inquietantes: los oídos no siempre están familiarizados con ellos, y, de hecho, constituyen un soberano ejemplo de precocidad rítmica por parte de nuestros tatarabuelos. Siete de los 12 cortes son vocales (canta Rubén Ezquerro, con garganta recia y sin cortapisas: un gran fichaje), y el pálpito remite a tiempos remotos pero trascendentales. Testimonios postreros de una España noble e inesperada, rematadamente desconocida, que quizá estemos cerca de perder para siempre.