Advertencia importante, sin más preámbulos. Este no solo es un muy buen disco. Encierra, además, una gran historia. Y merece la pena que sea contada.

 

El 9 de mayo de 2019, jueves, Mercedes Mígel Carpio dio los últimos retoques a una canción que le revoloteaba desde semanas atrás por la cabeza. Estampó su firma al pie de la hoja manuscrita con la letra, una costumbre que la acompaña desde siempre, y se prometió con toda solemnidad que aquel sería el irrevocable punto final de su trayectoria. Se cumplían ya 18 años de actividad profesional intensa y azarosa, de vaivenes virulentos, pasión desaforada sobre el escenario, logros insólitos (¿quién podría soñar con un dúo junto a Elvis Costello?) y sinsabores no precisamente pequeños. Y había tenido más que suficiente.

 

Casi tres años más tarde, aquella canción concebida a modo de colofón y epílogo, Mirlo blanco, eleva el vuelo como el tema inaugural y titular para el nuevo álbum de esta artista rediviva. Todavía con cicatrices y el escozor de los arañazos, sin duda, pero afianzada al comprobar que la piel vuelve a erizársele frente al micrófono. A veces, durante los ensayos, ha notado que el voltaje emocional de algunos versos es tan elevado como para que esas palabras se le atraganten en la garganta. Pero Vega, la mujer no siempre serena, ha aprendido a ser (casi) inquebrantable. La artista que pudo desmoronarse hoy se sabe más fuerte. Y ya no es solo mirlo, sino ave fénix.

 

Entre el desplome y el rearme sucedió uno de esos momentos tan mágicos como para modificar el rumbo de unos acontecimientos que parecían ineludibles. Vega quiso despedirse para siempre de su carrera como solista el sábado 5 de octubre de 2019, en la sala Joy Eslava de Madrid. Iba a ser el último concierto de su vida, aunque no avisó a nadie de tales intenciones. Se limitó a convocar a algunos de los músicos y amigos a los que más admira –Eva Amaral, Mäbu, Andrés Suárez, Guadi Galego, Budiño– para que la acompañaran en una ocasión tan singular, y pidió a sus técnicos que registraran el audio y el vídeo de la velada.

 

Kike Fuentes, guitarrista y consejero áulico desde hace tres lustros, uno de esos escuderos capaces de interpretar cada palabra y cada silencio, barruntó que la borrasca se había instalado en la mente de su jefa de filas. Y alentó a todos sus compañeros para que se dejaran el pellejo. Hasta el último compás. “Acabé aquella noche con tal subidón que me resigné a pensar: no puedo abandonar esto ahora”, reconoce su protagonista con una mezcla de alivio y resignación. No podía dejarlo porque le anidaban aún muchas estrofas que necesitaba extirpar de su cabeza. Demonios por exorcizar, espinas que desclavarse. Mirlo blanco es un álbum de sinceridad dolorosa, casi temeraria. Es el testimonio transparente y estremecido de un ser humano que ha sufrido, se ha revuelto frente a la adversidad y ha reunido fuerzas para contarlo. Es un disco tan honesto que parece difícil de cantar. Pero sus 41 minutos, excelentes muchos de ellos, suponen un acto de valentía y de amor por la música (y por las tiritas de los pentagramas).

 

A Vega aún le pesa a veces, ¡dos décadas después!, el “lastre de la etiqueta”. La participación en ese programa televisivo que concitaba tanta audiencia como suspicacias. Las zancadillas son así: injustas, traicioneras y dolorosas. Pero Mirlo blanco sirve como testimonio vibrante de un ser humano que, pese a las magulladuras, ha retomado el camino.

 

Contigo, por ejemplo, es una muy encendida declaración de amor a su pareja después de varias pérdidas terribles y consecutivas. Casa – Madrid constituye el reflejo de la desubicación súbita, el abandono precipitado y prolongado del hogar a raíz de los confinamientos en marzo de 2020. Y Bipolar surge de un diagnóstico médico que esta nueva Vega, alérgica a los tapujos, comparte con todo aquel dispuesto a escucharla: persona de alta sensibilidad (PAS), migraña hemipléjica crónica que a veces le paraliza la mitad derecha del cuerpo y una sobredotación intelectual que la coloca por encima del 98,9 por ciento de los mortales.

 

La música, también por su condición de superdotada, le ha servido como tabla de salvación. Lo sabe y lo agradecerá siempre. Lo comprendió una vez más en noviembre de 2020, cuando la covid le dejó, entre otras secuelas desagradables, una alopecia galopante y una alarmante pérdida de peso. Pero bien se ve, a estas alturas del relato, que ya no hay quien pueda con ella. Lo evidencia Mortal, testimonio de sentirse superviviente de sí misma. Aunque pudiera que todo el disco gravitara siempre en torno a esa idea.

 

Ha anotado Mercedes que sus verdaderos anhelos vitales se reducen en la actualidad a solo dos. El primero se conjuga en presente: tocar y tocar, todo lo que sea posible. Y el segundo es un deseo del que se beneficiarán otros: que alguna de sus canciones la trascienda, y que dentro de 50 o 60 años, o 100, un hombre o una mujer se estremezcan con alguna de sus páginas escritas y rubricadas a mano.

 

Si eso sucede, y quede aquí anotado para el lector de la posteridad, será a buen seguro con alguna de las canciones de este Mirlo blanco.

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